El Lamento del Alma
Texto: Salmo 102: 1-12
Si hay alguna experiencia de vida que nos iguale como seres humanos, esta es el dolor. Todos podríamos hablar de momentos difíciles en los que tuvimos que sufrir las consecuencias del egoísmo humano, ya fuese ajeno como propio. Recordaríamos instantes duros y llenos de agonía en los que el sufrimiento se apoderó de todos nuestros sentidos, abocándonos a la desesperación y el llanto.
Día tras día tenemos que hacer frente a situaciones y circunstancias que nos provocan aflicción, y justo en esos días desearíamos descargar nuestros lamentos en alguien que pudiera, no solo escucharlos, sino que también tuviese el poder de consolar, animar y solventar esas circunstancias dolorosas que nos arrebatan la sonrisa. Necesitamos desahogarnos con alguien que no nos juzgue a la ligera y que pueda aconsejarnos acerca del camino que hemos de seguir para salir del pozo cenagoso y profundo de la desesperación.
El salmista se encuentra en esta misma tesitura. Al fin y al cabo, él era un ser humano de carne y hueso, con las mismas sensibilidades que tú y que yo, y que padecía por causa de la traición de algunos, así como de su propio pecado. Podríamos decir que no solamente se trata de un conjunto de lamentaciones, sino que es a la vez una confesión de pecados y una declaración de dependencia de Dios.
El escritor de este salmo comienza apelando a la atención de Dios: “Señor, escucha mi oración, y llegue a ti mi clamor.” (v.1) Tiene la esperanza de que su caso pueda ser considerado por Dios, ya que únicamente Él puede sacarle las castañas del fuego. La oración del desespero siempre comienza así: buscando ansiosamente que Dios escuche y examine su situación que a continuación expondrá.
El temor que nos sobreviene cada vez que afrontamos calamidades se contagia a nuestras plegarias, sintiendo que tal vez, por causa de nuestra indignidad y pequeñez, Dios no se digne a inclinar Su oído: “No escondas de mi tu rostro en el día de mi angustia; inclina a mi tu oído; apresúrate a responderme el día que te invocare.” (v.2) Es tan grande a veces nuestra angustia que pretendemos que Dios conteste nuestras oraciones de inmediato. La paciencia no es precisamente nuestro fuerte cuando ponemos nuestra fe en Dios, ya que en innumerables ocasiones desfallecemos cuando no vemos resuelto el problema de forma instantánea. Dios hace Su obra de manera adecuada y perfecta en el tiempo adecuado y perfecto, cosa que no siempre va a coincidir con nuestras ansias impacientes por ver la solución del problema en sí.
A continuación, el salmista hace un inventario de todo su malestar y de toda su postración en los vv. 3-11. Necesita desahogarse ante alguien que lo escuche con amor y comprensión, y ¿quién hay mejor que Dios? Los días pasan sin provecho, sin alegría; son como el humo que se dispersa y desaparece sin haber dejado cosa de provecho. Físicamente se siente enfermo, sintiendo que cualquier solución a la situación dolorosa está fuera de su alcance, de tal modo que su cuerpo se anquilosa y se agota como el tizón que está a punto de extinguirse en la fogata.
Su ser, con la herida aún abierta y sangrante, se entristece y se aflige de tal guisa que ya nada en la vida puede proporcionarle gozo y alegría; está tan seco de amor y de misericordia que siente que nada tiene sentido en esta vida. Las necesidades cotidianas de alimentarse han dejado de importarle, ya que la tribulación en la que se ve envuelto ha transformado las palabras en llanto y el pan ha dejado de tener sabor y sustancia.
A tres aves solitarias se compara para manifestar ante Dios su demacrada alma: un pelícano del desierto, un búho de las soledades y un pajarillo solitario en lo alto del tejado. Su estado penoso puede resumirse en una sola palabra: soledad. Has tratado de echar mano de tus amigos, familiares y compañeros, y no has recibido el auxilio demandado. La decepción y la desilusión te han dejado solo ante el peligro, ya que nadie hay que pueda o quiera ayudarte en tu desesperada situación. Y como les sucede a estas aves, el insomnio conquista cada una de tus noches para impedir tu descanso y reposo, y la preocupación te exaspera arrebatándote el sosiego y la paz de tu espíritu.
Los enemigos se multiplican y buscan hacer que tu fe se tambalee. Los problemas nunca vienen solos, y contemplamos paralizados como las desgracias no dejan de acumularse para sacudir nuestra confianza en Dios. Su comida es el luto de las cenizas, y su bebida, un cáliz a rebosar de lágrimas y llanto.
Ante este dramático panorama, ¿qué podemos hacer? No cabe duda de que el estado del salmista no es muy diferente del que padecemos con demasiada frecuencia. También nosotros sufrimos y arrastramos situaciones dificultosas, y también necesitamos desahogarnos ante el trono de Dios. Nuestra confesión de que nuestras vidas son un completo desastre sin la intervención de Dios debe preceder siempre a nuestra petición de socorro. Nuestro reconocimiento de que Él permanece para siempre controlando los destinos de nuestras almas, debe ser nuestra respuesta a la necesidad de ese momento: “Mas tú, Señor, permanecerás para siempre, y tu memoria de generación en generación.” (v. 12)
La Palabra de Dios nos dice que “esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa según su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.” (1 Juan 5:14,15) Sabiendo que esto es así, no dudes en buscar la voluntad de Dios para que al desahogarte ante Él, escuche tu necesidad y realice Su perfecta y sabia obra en ti a su tiempo debido.
Mi alma tiene sed de Dios : Salmo 42
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas,
Así clama por ti, oh Dios, el alma mía.
2 Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo;
¿Cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?
3 Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche,
Mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios?
4 Me acuerdo de estas cosas, y derramo mi alma dentro de mí;
De cómo yo fui con la multitud, y la conduje hasta la casa de Dios,
Entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta.
5 ¿Por qué te abates, oh alma mía,
Y te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle,
Salvación mía y Dios mío.
6 Dios mío, mi alma está abatida en mí;
Me acordaré, por tanto, de ti desde la tierra del Jordán,
Y de los hermonitas, desde el monte de Mizar.
7 Un abismo llama a otro a la voz de tus cascadas;
Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí.
8 Pero de día mandará Jehová su misericordia,
Y de noche su cántico estará conmigo,
Y mi oración al Dios de mi vida.
9 Diré a Dios: Roca mía, ¿por qué te has olvidado de mí?
¿Por qué andaré yo enlutado por la opresión del enemigo?
10 Como quien hiere mis huesos, mis enemigos me afrentan,
Diciéndome cada día: ¿Dónde está tu Dios?
11 ¿Por qué te abates, oh alma mía,
Y por qué te turbas dentro de mí?
Espera en Dios; porque aún he de alabarle,
Salvación mía y Dios mío.
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